lunes, 9 de marzo de 2015

Aprendí a odiar lo que había amado


Pelear era mi vida. Disfrutaba de golpear al contrario con todas mis fuerzas y verlo derrumbarse a mis pies. Me entusiasmaba situarme en el centro del cuadrilátero y escuchar al presentador gritar mi nombre proclamándome ganador del combate. Amaba el boxeo. Hoy, en cambio, el solo pensar en la violencia me repugna. He aprendido a odiar lo que ahora defino como un deporte criminal: el boxeo.
En 1944, a la edad de 7 años, vivía en Lares (Puerto Rico), el lugar donde nací. Fue entonces cuando sufrí el fuerte impacto emocional de perder a mi madre. El cáncer acabó con su vida a la edad de 32 años. El dolor se me hizo insoportable cuando un día, poco tiempo después, llegué a casa de la escuela y vi a una mujer sentada en el regazo de mi padre. Esta mujer fue mi madrastra después.
Mi madrastra percibía mi rechazo y me trataba con dureza, por lo que me escapé de casa. Me colé en un camión cargado de carbón y naranjas y me quedé dormido. Me llevé una gran sorpresa cuando me desperté y me encontré en San Juan, al otro lado de la isla.
Un pendenciero
Viví por ocho meses en las calles de San Juan. Otros muchachos se metían conmigo a todas horas, así que llegué a la conclusión de que debía pelear para sobrevivir. Pasados esos ocho meses, la policía me encontró y me envió a casa. Nunca me acostumbré a la idea de tener una madrastra, por lo que pasaba la mayor parte del tiempo en la calle. Me metía en peleas casi a diario, y cuando cumplí los 10 años, me marché de casa de nuevo.
Al cabo de unas pocas semanas, la policía me volvió a encontrar. En esta ocasión no les dije ni mi nombre ni mi procedencia. Al no poder localizar a mi familia, me enviaron a un orfanato estatal en la ciudad de Guaynabo. Allí me enfundé mi primer par de guantes de boxeo, y también fue allí donde vi por primera vez en mi vida un letrero con el nombre de Jehová. Pregunté acerca de él, y me respondieron que Jehová era el Dios de los judíos. Nunca olvidé tal nombre.
Al cumplir los 15 años, salí del orfanato para nunca regresar. A fin de mantenerme, me puse a vender periódicos. No obstante, todas las calles pertenecían a las rutas de otros vendedores. Así que solo quedaba una manera de establecer mi propia ruta: pelear. Y vaya si peleé.
Dos años más tarde me enrolé en el ejército de Estados Unidos y recibí instrucción militar en Arkansas (E.U.A.). Al poco tiempo entré en el equipo de boxeo. Después me trasladaron a la Unidad de Servicios Especiales. Allí me encargaba del gimnasio, y mi sargento era entrenador de boxeo.
Un deporte cruel
Me enseñaron a utilizar los puños para dañar a mi oponente y a olvidar las amistades en el cuadrilátero. Con el sonido de una campana, el amigo se convertía en un enemigo al que había que derribar y, de ser posible, noquear.
Quería seguir en el ejército, pero mi sargento me aconsejó: “Retírate del ejército en cuanto puedas. Hazte boxeador profesional, y en unos pocos años te veré en televisión peleando en el Madison Square Garden de Nueva York”. Difícil de creer: ¿iba a ser yo, un muchacho pobre y sin hogar, un boxeador famoso?
Pasados dos años, me licencié y volví a Puerto Rico. Un día de 1956 vi que se anunciaba el torneo de boxeo aficionado de los Guantes Dorados. Me inscribí y me convertí en el campeón de Puerto Rico del peso welter. Luego me enviaron a Nueva York a intervenir en el mismo certamen a escala nacional. Llegué a las semifinales, pero no pude ganar el campeonato. No obstante, al poco tiempo recibí ofertas de algunos representantes y entrenadores. Acepté una de ellas a fin de permanecer en Nueva York y prepararme para pasar al campo profesional.
En 1958 me convertí en boxeador profesional. Mi sargento tenía razón. En 1961, cinco años después de licenciarme del ejército, aparecí en la televisión nacional boxeando en el Madison Square Garden. Muchas de mis peleas se celebraron en ese famoso recinto deportivo.
Mis golpes pusieron fin a la carrera de varios boxeadores. Uno de ellos, originario de México, perdió la vista por completo como resultado de los brutales puñetazos que le propiné. Otra pelea que también se convirtió en una pesada carga sobre mi conciencia fue la que sostuve con el campeón de los pesos medios de la República Dominicana, el cual había armado un tremendo escándalo antes del combate porque yo pesaba medio kilogramo más que él. Su actitud me enfureció. Yo nunca me había quejado si alguno de mis contrincantes me aventajaba algo en el peso, así que le dije: “Muy bien, prepárate porque esta noche te voy a matar”. Un periódico observó que cuando salté al cuadrilátero, tenía “una apariencia satánica”. En menos de dos minutos mi oponente yacía inconsciente sobre la lona. Su oído interno resultó tan dañado que nunca pudo volver a pelear.
Cómo aprendí a odiar el boxeo
Mi fama atrajo la atención y la amistad de varios actores y músicos. En una ocasión, hasta Joe Louis, antiguo campeón mundial de los pesos pesados, promocionó uno de mis combates. Viajaba mucho, tenía buenos automóviles y disfrutaba de muchas otras ventajas materiales. No obstante, como en el caso de la mayoría de los boxeadores, mi éxito fue efímero. En 1963 salí muy malparado de varias peleas y no pude volver a boxear.
Más o menos por esta misma época leí un artículo en un periódico acerca de un boxeador famoso que se había hecho testigo de Jehová. No sé por qué, pero después de leer el artículo, me quedé con la impresión de que la religión de los testigos de Jehová era solo para ricos.
Durante los años siguientes tuve varios problemas de salud. También pasé por períodos de depresión grave. En una ocasión me disparé en el corazón, pero una costilla desvió la bala. Aunque estaba vivo, era sumamente infeliz y estaba muy enfermo. Se habían terminado el dinero, la fama y el boxeo.
Entonces, un día, mi esposa, Doris, me dijo que estaba estudiando la Biblia con los testigos de Jehová y que quería ir a las reuniones en el Salón del Reino. “No sé, Doris —dije—. Somos pobres y los testigos de Jehová son gente rica e importante.” Me aseguró que no era cierto y que la Testigo con quien estudiaba vivía en nuestro mismo vecindario. Así que le permití asistir. En cierta ocasión, mientras la esperaba fuera del Salón del Reino, un Testigo me invitó a pasar. Insistió, aunque en ese momento yo estaba con ropa sucia de trabajo. A pesar de mi apariencia, se me dio la bienvenida. El ambiente acogedor que se respiraba allí caló hondo en mí.
Enseguida comencé a estudiar la Biblia con los Testigos. Aprendí que Jehová no es tan solo el Dios de los judíos, como me habían dicho, sino el único Dios verdadero, el Todopoderoso, el Creador de todas las cosas. También aprendí que Jehová Dios odia la violencia, como dice Salmo 11:5: “Jehová mismo examina al justo así como al inicuo, y Su alma ciertamente odia a cualquiera que ama la violencia”. Como consecuencia, dejé todo lo relacionado con el boxeo. Sabía por experiencia propia lo violento que era ese deporte. Tras enterarme de la opinión de Dios, no me quedaba la menor duda de que el boxeo era un deporte inicuo y criminal. Sí, aprendí a odiar el deporte que había amado.
Mi mayor privilegio
En 1970 tomé la decisión de dedicar mi vida a Jehová, y en octubre de ese mismo año Doris y yo nos bautizamos. Desde entonces he disfrutado del privilegio de predicar a otros. Como evangelizador de tiempo completo he conseguido ayudar a unas cuarenta personas a ser adoradoras de Jehová.
Lamentablemente, hoy sufro las consecuencias del daño que recibí durante mis años de vida violenta. Los centenares de golpes que me dieron en la cabeza han causado lesiones cerebrales irreversibles. Mi memoria inmediata es deficiente y tengo problemas con el oído interno, lo que afecta mi sentido del equilibrio. Si muevo la cabeza demasiado deprisa, puedo marearme. También debo medicarme de forma regular debido a mis problemas depresivos. No obstante, mis compañeros cristianos lo comprenden y me ayudan a aguantar. Estoy muy agradecido a Jehová por haberme dado la fortaleza necesaria para participar regularmente en declarar su nombre y sus propósitos a otras personas.
Disfruto del mayor de los privilegios: tener una relación personal con el Dios Todopoderoso, Jehová. Cuando era boxeador, entristecía su corazón con cada pelea, pero ahora puedo hacer que se regocije. Siento como si me hablara personalmente cuando dice: “Sé sabio, hijo mío, y regocija mi corazón, para que pueda responder al que me está desafiando con escarnio”. (Proverbios 27:11.)
En breve, Jehová terminará con las obras de Satanás, como son toda forma de violencia y sus promotores. Estoy muy agradecido a Jehová por haberme enseñado, no solo a amar lo bueno, sino a odiar lo malo, incluido este deporte criminal: el boxeo. (Salmo 97:10.)—Relatado por Obdulio Núñez.


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